domingo, 11 de octubre de 2015

Amante infiel

La vida es una amante infiel. Esa a la que llamas puta, porque justo después de haberte despellejado vivo y roto en mil pedazos, te das cuenta de que sigue estando jodidamente atractiva así de despeinada y desaliñada, e inevitablemente, te mueres por seguir conociéndola.
De hecho, es una infiel hipócrita, que te pide sin derecho alguno que jamás le pagues con la misma moneda. Aun así, tan engreida y caprichosa, seguimos perdonándola cada vez que nos traiciona.
Todos dicen que vale la pena tan espectacular amante, y es que es esa relación eterna de amor-odio lo que nos excita tanto.
Quejémonos de que nos quita más de lo que nos da; aunque, quizás sea eso es lo que tienen los buenos amantes: pueden ofrecernos ese algo que eclipsa con creces lo que nos está arrebatando.
Te saca a bailar, pero no con ella, sino a su son, mientras te pide que te dejes llevar y que por favor no le pises los pies.
Ella es la marejada que golpea duramente la proa mientras tú aguantas el timón, no hay más que hablar. Siempre puedes tratar de ir contra corriente, pero recuerda que si hay tormenta... El capitán siempre se hunde con su barco.





domingo, 4 de octubre de 2015

Mi cuarto


Mi cuarto. Paño de lágrimas ausentes, amante secreto, mi confidente más preciado. Paredes llenas de recuerdos con olor a suicidio irracional; el gran detector de mentiras y fiel centinela de secretos inconfesables. El refugio de un soldado con la armadura hecha trizas y el corazón helado. El techo de un vagabundo conformista y desolado, exhausto en ocasiones, pero siempre sonriente y borracho de los sinsabores de la vida... Aunque también hambriento de mundo. El lecho de un animal herido que cada noche desnuda su piel para quedarse a solas consigo mismo. La ventana a todo lo que pudo ser y no fue; a lo que ya ha pasado y no existirá de nuevo.
Mi cuarto... Un puzzle lleno de piezas perdidas que jamás encajaron. 


 

lunes, 17 de agosto de 2015

eBook "Sombra de ojos": Capítulo 1. El rechazo

1. El rechazo
El color de la sirena policial se disipaba entre la densa neblina del tercer
cigarro. Hacía ya varios meses que me había prometido dejarlo, casi desde
antes de alojarme en aquel cuchitril, pero la tensión y el estrés que me
producían esas situaciones me hacían  muy difícil cumplirlo.
En el pueblo decían que me pillaba de todo: promiscua, invertida, y
ahora, asesina. Y aunque podían acusarme de lo que fuera menos de lo
último, tuve que vivir en la clandestinidad durante un buen tiempo por un
crimen que no había cometido.
En un pequeño municipio como El Rodal, las noticias más que correr
volaban, y era por todos bien sabido que la relación paternofilial era una
auténtica porquería. Pero jamás hubiera imaginado que la gran ambición
de los cotillas locales y la marginación social, generaran tal mentira que
llegara hasta el punto de obligarme a vivir como lo estaba haciendo. Tenía
que hacerme a la idea y marcharme cuanto antes, pues, aunque aquellas
casas medio derruidas, la hierbabuena, los campos de trigo y avena y los
ancianos de boina oscura me habían visto crecer, ahora me obligaban a
marcharme con un pegajoso letrero en la frente que ellos mismos se
habían encargado de pegar a conciencia.
El silencio impregnaba cada pared de la casa de la tía Lola. Aquella
mañana tan solo se escuchaba el tintineo de las cacerolas moviéndose de
aquí para allá en la cocina y el tarareo de una hermosa canción celta, que
hacía las veces de despertador y siempre cesaba tras la puerta del
desván.
—No te preocupes —dijo Yanira mientras quitaba con gran destreza la
cadena del cerrojo—. Algún día se olvidarán de todo y te dejarán vivir en
paz.
Entró en el cuarto y se sorprendió al ver tanto desorden.
—Anda, recoge todo esto antes de que vuelva “La bruja Lola” —
ordenó—. Y ponte algo de ropa: pronto será la hora de irnos.
Ellas siempre habían estado ahí, como mi sombra, pacientes y fieles
ante todas las adversidades. Tenía mucho que agradecerles, pues,
después de lo que había ocurrido, cualquiera me hubiera abandonado a mi
suerte para evitar las habladurías y las impertinencias de la gente;
cualquiera menos aquellos dos ángeles.
Le di la última calada y lo tiré, y mientras la miraba a través del
humo, me di cuenta de que jamás me había fijado en lo guapa que se
estaba poniendo.
—Ojalá no fueras mi prima —bromeé.
—¡Cállate de una vez y recoge esta escombrera! —sonrió ruborizada;
y, mientras me apuntaba con una zapatilla y la lanzaba, me di cuenta de
que la iba a echar muchísimo de menos.
De pronto volví a escuchar tras de mí el incómodo soniquete de manojo de
llaves revolviéndose dentro de un gran bolso; aquel gigantesco bolso
negro en el que podían caber mil cosas, pero que solamente albergaba
una docena de llaves de las cuales la mitad no servían para nada. Como
siempre, el camarero, erguido tras la barra ante la inminente regañina,
quiso avisarme con una leve mueca de lo que se me avecinaba por la
espalda.
Sé que a mi tía le hubiera gustado que saliera con él y no me
extrañaba en absoluto, pues, Edric era un chico maduro y educado, con un
cuerpo bien proporcionado, aunque con las típicas fanfarronerías de niño
de gimnasio que conseguían llevarse a casi todas las clientas de calle.
Siempre nos habíamos tenido un cariño especial, y a pesar de haber
escuchado los más terribles comentarios acerca de mi persona, le había
prometido a mi tía que me llevaría con él a la ciudad.
—¿Cuántas veces te he dicho que las mujeres están horribles sin
pelo? —exclamó la tía Lola con esa voz aterciopelada que había modelado
a lo largo de los años, tapándome el lado rasurado de la cabeza—. ¡Mucho
mejor!
Ella odiaba esas “dichosas modas”, porque decía que una mujer
jamás debía perder su feminidad; al fin y al cabo, era una de esas señoras
entrañables y chapadas a la antigua que jamás en su vida habían salido
del pueblo. Pero aquel no era mi caso, porque yo empecé a raparme
mucho antes de que las modernas lo convirtieran en un estúpido
estereotipo, y de no ser por las tendencias, mi cabeza seguiría siendo algo
particularmente original y genuino.
—Muchacho —le apuntaba con el dedo—, tendrás que ayudarla a
cambiar para que pueda conseguir un trabajo decente; si la ven con estas
pintas... No creo que nadie quiera ofrecerle una entrevista.
Edric asentía y me miraba divertido al ver que sus críticas conseguían
ruborizarme. También era normal que la tía se sintiese más nerviosa de la
cuenta aquella mañana, el bar se situaba a las afueras del pueblo y,
aunque lo habíamos frecuentado durante prácticamente toda la vida,
había algunas caras muy poco conocidas que no paraban de observarnos y
cuchichear.
—Cálmate, tía —la miré con gesto inocente mientras le ofrecía un
botellín de cerveza—. No pasará nada, ya lo verás.
—Es que todos nos miran como si supieran lo que has hecho —
Susurraba indignada.
—Yo no he hecho nada de lo que me acusan tía —reprochaba—.
Créeme, no me voy huyendo sino alejándome hasta que el tiempo ponga
las cosas en su lugar.
Aunque el aspecto de aquel lugar había cambiado mucho desde que
no rompía mi clausura, esa dichosa máquina del demonio todavía seguía
allí. Y no es que me disgustara del todo, pues me agradaba pensar que
hubo un tiempo en el que fuimos una familia feliz y las atractivas
combinaciones de campanas, cerezas y sietes —que tantos sueldos se
habían llevado—, también fueron una vez “Las luces de Paolita”, como solía
llamarlas mi padre mientras me estrechaba entre sus fuertes brazos
dejándome jugar con los botones.
Él era un tipo de gran volumen y barba frondosa. Fue un hombre
rudo y muy respetado por todos los ancianos del pueblo, con una voz
ronca e intimidante que muy pocos se atrevieron nunca a cuestionar. Tuve
que ser yo la que un día no aguantara más la presión y las palizas y se
dignara a desafiarle; algo que él jamás perdonó.

Continuará...